Otra Mente Brillante Arruinada por la Educación

27 nov 2009

En Memoria de las Tortugas 1/3



"Pola levantó la cabeza en un gesto animal. Su corazón aceleró sus latidos, bombeando adrenalina en su sistema y su expresión consternada fue reflejo fiel de la de sus compañeros de clase.
Dos disparos, en rápida sucesión, y los alumnos de 5to Año B del Colegio Santa Maria de los Buenos Aires saltaron debajo de los bancos, mientras mil historias, mil películas, de chicos que llevaban armas al colegio y organizaban carnicerías pasaban por sus mentes.
Pero no hubo un tercero, y el tiempo recuperó despacio su movilidad, de manera dolorosa, estirándose dentro de la ignorancia de lo que estaba sucediendo.
Con cautela, puteando bajito, la profesora de historia se puso de pie, y ordenándoles quedarse quietos, salió al pasillo. Allí, otros profesores que habían tomado la misma decisión - confiando en que no fuera la última -, se dirigían a la entrada del antiguo edificio reformado en busca de alguien que les dijera que demonios estaba pasando.
En el aula de 5to B algunos alumnos, incapaces de acatar las órdenes mas básicas, tomaron el destino en sus manos, salieron de sus refugios y fueron hacia la puerta.
Pola la primera.
No iba a morir debajo de un banco en el colegio.
No tan cerca de su cumpleaños.
Una gitana le había prometido que viviría hasta los 93 y si moría ahora iba a ocuparse de perseguir a la bruja de mierda por el resto de su existencia.
Pero había algo mas que la impelía a salir.
Algo más que la promesa vaga de una gitana farsante.
La necesidad imperiosa de acallar el miedo súbito, el grito interno, el latir sordo que había estallado en su mente al primer disparo.
Su amiga Clara aferró su mano y juntas salieron al pasillo, seguidas por un par mas. Nadie mas en este piso se había aventurado a mostrar la cara todavía y ella no los culpó. Si no hubiera sido por la extraña urgencia en el fondo de su pecho ella todavía estaría acurrucada en la relativa seguridad del aula.
-¿Qué crees que pasó?- preguntó Clara en un susurro, mientras cuidadosas se dirigían a la escalera que llevaba al piso de abajo.
Pola se encogió de hombros, sin querer especular, negándose a dejarse llevar por la histeria colectiva.
Los últimos escalones los bajó de un salto.
Y al llegar al pasillo central todo su ser se rebeló, un caballo ante una cerca demasiado alta, instándola a correr en dirección contraria, a correr sin detenerse, a no cruzar el límite del conocimiento.
Un corro de gente rodeaba una figura tendida en el suelo de baldosas blancas y negras, junto al portón de madera oscura por donde entraban los alumnos todas las mañanas. Tragó saliva y bilis. Desde donde estaba no podía ver de quien se trataba, pero daba igual. Ya sabía quien era. Lo había sabido desde que el primer disparo resonara certero en los pasillos del colegio.
Una fluctuación de la multitud les permitió ver finalmente al hombre caído, al profesor Ludovico Sorensen, tendido en el charco cada vez mayor de su propia sangre.
Ríos púrpura escapando al mar.
Sus piernas se transformaron en plomo y tuvo que sostenerse de Clara para no caer. Por un momento alargado hasta el infinito Pola pensó que estaba muerto, y luego pudo ver como una de sus manos - esas manos elegantes - se crispaba, buscando algo en el suelo vacío.
Caminando en sueños, en pesadillas, atravesó con violencia el grupo creciente, para detenerse al borde del círculo, a la orilla del mar, sin atreverse, ni siquiera en este momento, a acercarse a él.
El profesor de educación física la agarró del brazo - que curioso que ella fuera la mas cercana -, y la obligó a poner sus manos sobre la camisa empapada del hombre en el suelo,
-Mantené las manos presionando la herida, justo acá, - ella obedeció, - hasta que llegue la ambulancia, yo voy a ver…
Pola dejó de escucharlo.
Ludo tenía los ojos abiertos.
Al igual que el pecho.
Los ojos azules, que buscaban extraviados, la encontraron por fin y la mano que se crispaba en el piso se inmovilizó. Ella luchó contra el nudo en su garganta, apretando los dientes, apretando las manos, dolorosamente consciente, como tantas otras veces, de que había demasiada gente alrededor. Deseando, aunque mas no fuera por esta vez, tener el coraje de acurrucarse junto a él en público y al carajo el mundo
Pero no lo hizo.
El nunca y el demasiado tarde se conjugaron en una sola oración.
Los ojos claros perdían su lustre, aliento tibio empañando un vidrio. Los sistemas se apagaban, ligeros temblores sacudían su cuerpo. Ludo deslizó la mano por el suelo resbaloso, sus dedos dejando una estela de baldosa blanca y negra en el charco rojo, y los puso sobre los de ella, que se apretaban con fuerza sobre la herida irregular, pensando sin pensar que si sostenía con fuerza suficiente él no se iría.
No podría abandonarla.
Ludo murmuró algo.
Y súbitamente, como en una vieja película, no hubo nadie más en el salón de baile.
El tiempo corrió hacia atrás, acelerándose por momentos, toda su vida pasando delante de sus ojos.
El momento en que había conocido al hombre frente a ella. El momento en que había sabido que sería el amor de su vida. Todos los detalles enredados en sus manos sucias.
¿No se suponía acaso que el que veía su vida pasar era el que iba a morir?
Cruzando por fin el límite que se había prometido que no cruzaría, olvidándose de todo y de todos, Pola bajo la cabeza hasta que su frente tocó la del hombre a sus pies.
Quizás, después de todo, sí era su vida la que estaba acabando.
-Hubiéramos...- lo escuchó en el borde de lo audible, un hilo de sangre corriendo de su boca hasta su cuello, manchando de rojo el silencio.
Pola presionó contra su pecho con mas fuerza, memorizando el tacto de la piel rota, sabiendo que esto era lo único que iba a quedarle,
-Te quiero tanto.- susurró en el oído de Ludo, su voz escondiéndose en la sirena de la ambulancia que llegaba demasiado tarde. -No me dejes...
Los dedos ensangrentados se crisparon sobre los de ella, resistiéndose a partir. Pola se alejó unos centímetros para poder ver su cara. Los ojos azules se enfocaron en ella, memorizándola, atrapando su alma en el espejo roto.
Ludo murmuró algo que ella no entendió.
Se acercó para escuchar mejor,
-Quinquela.- repitió Ludo, sonriendo despacio, esa sonrisa que solo ella conocía
Y luego, Ludovico Sorensen, murió.


Fue un tiroteo al azar, se enteró Pola después. Mucho después. Dos hombres armados habían intentado robar un restaurante a un par de cuadras y la policía, en un despliegue de mal gusto, los había interrumpido a tiempo, obligándolos a correr. Finalmente, acorralados, habían cruzado el portón de madera y amenazado al grupo de niños de segundo grado que habían tenido la mala suerte de estar caminando por el pasillo en dirección a su aula.
El profesor Sorensen había salido de la sala de profesores al escuchar la conmoción. Con voz serena había intentado calmar a los delincuentes, asegurándoles que había una puerta atrás y que si se iban sin lastimar a nadie él no le diría a la policía por donde habían salido.
Lamentablemente, cuando ya parecía que todo iba a salir bien, alguien gritó en la calle, sobresaltando a uno de los hombres. El dedo en el gatillo se contrajo en un reflejo, y antes de que nadie pudiera entender lo que había pasado, Ludovico Sorensen yacía en tierra con dos agujeros en la caja torácica. Agujeros que treinta segundos antes no habían estado ahí.
Los delincuentes habían escapado por la puerta que el mismo Ludo les había indicado.


Cuando la ambulancia por fin se fue, llevándose el cuerpo de Ludo, Pola quedó arrodillada sobre el suelo blanco, negro y rojo, mirándose las manos sucias. Clara y la enfermera del colegio la ayudaron a ponerse en pie con gentileza, y la mujerona de aspecto maternal la llevó a la enfermería donde, después de un té caliente con mucha azúcar, llamó a sus padres para que la vinieran a buscar.
Eso había sido un lunes.
A partir de ahí, Pola perdió el control de los días.
Sabía que el miércoles había sido el funeral. Ella había asistido con sus padres. Ludo había sido un amigo de la familia antes de empezar a trabajar en el Santa María. Se habían conocido tiempo atrás, cuando Pola tenía once años y la familia Benegas viajaba por Europa. La casualidad había dado que él compartiera el compartimiento del tren en el que atravesaban Suiza. Un poco de conversación mas tarde y ya habían quedado en cenar todos juntos en el hotel.
Pola recordaba perfectamente el momento en que ese hombre demasiado alto y demasiado rubio, de ascendencia alemana y antepasados nórdicos había entrado en sus vidas. Algo en su sonrisa blanca había provocado una respuesta en su interior, iluminándolo como las luces de un árbol de Navidad.
-¿Qué es eso detrás de tu oreja?- se había sorprendido él, lleno de afectación, sacando una moneda grande y redonda del aire, y luego había procedido a escucharla mientras Pola le contaba sobre las estrellas y de cómo algún día lo sabría todo sobre ellas. Nadie antes la había escuchado con tanta atención. Y la niña, pichón de hada, lo amó por eso.


La tierra cayendo sobre el cajón, el contrapunto de los sollozos de su madre, la familia Sorensen, a la que conocía por cuentos y fotos, la ex mujer de Ludo, parada un poco mas allá, la voz monótona del cura, hablando sobre el final y el principio, sobre el polvo y la carne, habían sido demasiado y dando dos pasos hacia atrás, Pola había escapado corriendo, corriendo lo mas lejos que había podido, hasta doblarse detrás de un árbol donde había vomitado lo poco que había podido desayunar.
Su padre la había encontrado sentada en el suelo, los ojos secos, abrazada a sus rodillas, el cuerpo dolorido de haber intentado vomitar todo lo que tenía dentro sin poder conseguirlo.


Al miércoles se sucedió el jueves y ella sólo lo supo porque en la esquina del monitor de su computadora el reloj contaba los días.
Supuso que el viernes también había pasado, al igual que el sábado y el domingo, pero encerrada como estaba en la habitación opaca de su propia mente, no hubiera podido asegurarlo.
Gente vino a verla, gente se fue, sabiendo que Ludo había sido un amigo, queriendo poder confortarla, ayudar en algo, pero imposibilitados de saber el alcance exacto de su pena porque nunca les había dejado ver el alcance exacto de su relación.
Laura Benegas había empezado a preocuparse.
-El también era amigo mío.- había comentado, preocupada por las sombras debajo de los ojos negros de su única hija, sospechando la verdad pero sin saber exactamente de qué verdad estábamos hablando.
Pola había tratado de sonreírle, dándose por vencida cuando su boca se había negado a cooperar,
-Ya lo sé, mamá.
Las cosas habían quedado así.
Otra semana pasó, Pola volvió al colegio, repasando mecánicamente las acciones que la llevarían a través de otro día y de vuelta a casa, a sentarse en el sillón gastado frente a la ventana, a quemar la tarde, mirando la vida pasar hasta que alguien viniera a tratar de convencerla de que comiera algo. Su mente estaba atrapada en la cinta de moebius de sus recuerdos, como un proyector enloquecido que repasara la misma película una y otra vez.


Después de aquel fortuito viaje por Europa, Ludovico Sorensen se había convertido en figura habitual en la casa de los Benegas.
El y Ernesto tenían mucho en común, siendo como era que los dos eran profesores, y si bien Ludovico era profesor de matemáticas mientras que Ernesto lo era de historia, eso no había impedido que la amistad creciera, volviéndose costumbre que Ludo viniera a la casa a cenar los viernes o los sábados.
Pola no sabía cuando fue que se había enamorado de él. Probablemente lo había estado desde el primer momento, desde aquella moneda, pero no había sabido verlo. ¿Cómo reconocer una cosa así cuando uno tiene once años? ¿Cómo entender que esto es distinto a todas las otras veces que tu estómago se llenó de mariposas ante la presencia de alguien más? ¿Cómo presentir...?
Pero sí recordaba cuando fue que se había dado cuenta.
Tenía catorce años y era el casamiento de su prima Josefina. Ludo, amigo del novio, también había estado presente. Eran las once y veinte de la noche y en los parlantes había empezado a sonar el bendito vals.
Ludo se había acercado a ella y con un floreo la había sacado a bailar.
Algo en su pecho había temblado y había vuelto a ajustarse en el momento en que los brazos masculinos le habían rodeado el talle. El mundo había girado sobre sí mismo, como un gigante que se acomoda en sueños, todo exactamente igual a como había sido un minuto antes, todo completamente distinto. Y ella había sabido sin ninguna duda, mas allá de su adolescencia incipiente y de todo lo que eso conllevaba, que amaba a ese hombre demasiado alto y demasiado rubio, buen mozo y un poco torpe, que sabía hacer trucos de magia pero que no tenía ni idea de cómo bailar el vals, y que no importaba que pasara en el futuro o lo que él sintiera al respecto, desde ese momento, tallado en los árboles, Paula Benegas amaría a Ludovico Sorensen hasta el final."


- Continua...

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