
Este fin de semana largo aprovechamos y huimos para San Martín.
El sábado, no teniendo nada mejor que hacer - quién ha visto un lago los ha visto todos - decidimos ir hasta el Parque Nacional Lanin, a ver el manto petrificado de lava del volcán, - sí, yo también pensé en Dante´s Peak, Bebilacqua, pero que quiere que le diga… - y serían las diez de la mañana cuando partimos hacia allá.
Levantamos al pasar a mis dos sobrinos, compramos algo para desayunar en el ACA y partimos naturaleza adentro.
El viaje empezó con el pie izquierdo. La Ro de entrada no quería salir de la cabaña y se pasó un buen rato - hasta que se quedó dormida - diciéndoselo a quien quisiera escucharla - nadie, cosa no detuvo en absoluto sus cinco años entrados a catorce.
La llegada hasta el Parque Lanin nos llevó la mayor parte de una hora y pico, por caminos de tierra y rutas transversales...
“Pasando el lago Lolog. Un poco después,” nos habían dicho... Sí... Un poco.
En la entrada del parque, junto al cartel que decía 50km Frontera con Chile, salió un gendarme a alzarnos la barrera para que pasara la farolera y le preguntamos si era por acá y a cuanto estábamos del bendito lugar.
"Por acá derecho, sí. Doblen a la izquierda en el cartel de Currhué Chico y son 30 kilómetros."
Treinta kilómetros no sonaba mucho.
La Rorro guardaba silencio finalmente y los otros tres jugaban. Teníamos sandwiches, y si bien todavía lloviznaba, mientras el volcán no estallara, el plan era llegar hasta allá y almorzar.
Ahora, es difícil explicarle a alguien que no ha subido caminos de montaña, lo empinados que pueden llegar a ser y lo nervioso que uno se puede llegar a poner cuando de un lado está la pared y del otro la caída a pico... sin barandilla, porque uno está en un parque nacional.
Bueno, no tan difícil de explicar como difícil de transmitir lo tenso que uno se puede llegar a poner.
En realidad, el camino de montaña en sí no sería mucho problema, porque estamos todos acostumbrados, uno trata de no mirar hacia abajo y de no acercarse demasiado al borde y acá no pasa nada. El problema, señoras y señores, era que a la tensión natural de trepar como una cabra con cuatro chicos en el asiento de atrás, era que desde el jueves que venía lloviendo de manera intermitente... y el camino, ya de por si mal cuidado, era un barrial.
En principio veníamos bien, nada que no pudiéramos manejar, unos charcos acá y allá. Encontramos un claro, obviamente utilizado como camping, cerca de un arroyo, nos quedamos un rato tirando piedras al agua y comunando con la naturaleza - es decir, vaciando vejigas - y eventualmente seguimos camino.
De este lado es que se empezó a poner jodido el asunto.
Acá es donde yo le dije a H, seriamente, porque ya lo había comentado un par de veces antes, que quizás fuera mejor que abandonáramos la idea del volcán y pegáramos la vuelta.
Hubbie y mi sobrino mayor se negaron de plano. Uno porque estaba al mando del volante y no iba a haber hecho todos esos kilómetros para no ir a ningún lado y el otro porque tiene trece años y hacer
rally en la montaña siempre es divertido.
Avanzamos un buen trecho, casi cuarenta minutos, manibrando con cuidado. En un momento nos encontramos detrás de un par de autos y con una camioneta en la retaguardia - un tráfico terrible, considerando las condiciones - cosa que preocupó un poco al hombre de mi casa, "se resbala uno nos tira a todos", por lo que freno en un ancho y los dejó alejarse.
Pero, finalmente y pese a todos nuestros esfuerzos, como quién vislumbra su destino, vimos desde debajo de una curva empinada, allá en lo alto del camino, un auto blanco atorado en el barro, del que se estaban bajando cinco monos, estudiando como salir.
Hubbie juntó aire, pasó el cambio, tomó envión, aceleró la camioneta y trató de pasar, pero nop, la realmente empinada curva, cubierta de barro enhuellado nos detuvo, haciendo girar las ruedas en falso, por lo que finalmente mi marido tuvo que rendirse.
Despacio y dando marcha atrás, tratando de no pisar a ninguno de los cinco monos del auto blanco que lo estaba empujando colina arriba, y a la vez de no tirarnos por el barranco, llevó a la camioneta hasta un punto mas llano, la hizo recular contra la montaña - por dos espantosos segundos quedamos apuntando al barranco, las ruedas resbalaron y pensé que nos íbamos de cabeza al lago, cuarenta metros mas abajo -, giró el volante y apuntamos en dirección a casa. Creo que nunca digo lo mucho que aprecio el talento de H al volante.
La vuelta hasta la entrada del parque fue un tanto callada. Por parte de los adultos, digo, los críos continuaban sus juegos - la Rorro estaba despierta y de mejor humor - como si nada.
A la llegada a la entrada del parque, el gendarme miró la camioneta embarrada hasta arriba y nos preguntó si habíamos llegado. Tuvimos que admitir nuestra derrota... sólo la nuestra, estoy plenamente convencida de que los cinco monos del auto blanco lo subieron a pulso hasta el volcán y mas allá.
"Sí," nos contestó él, "por eso yo le aviso a la gente que no le conviene subir, que el camino está muy malo."
¡¿A quién le avisó?!
Caradura.
Comimos los sandwiches en el auto y llegamos de vuelta a la cabaña cuando estaban abriendo la pileta climatizada. No sé ustedes, pero yo mantengo mi opinión que la naturaleza es muy bonita, mas aún si es de la ventana para afuera.